Corría el año 1 antes de quererte. Era uno de esos días que ni fu ni fa. No había sucedido nada interesante y sabía que nada nuevo iba a pasar. Era otro día como cualquiera, un tachón más en el calendario, un paseo más de casa al trabajo.
Y entonces te vi.
Tu mirada me atravesó de pies a cabeza, tus ojos verdes se incrustaron en mí como un microchip que nunca más me podría quitar. El sonido de tus tacones retumbó en mi cerebro y la gota de sudor que te recorría la espalda me provocó un escalofrío del que no estoy seguro de haberme librado todavía. Tu mano derecha sostenía firmemente una bolsa de alguna tienda que no supe reconocer, mientras que la izquierda se las apañaba ella solita para darte de fumar. Porque eso era todo lo que necesitabas.
La soledad de tu silueta me dio a entender que no querías saber nada de nadie. Que tú no eras una chica más que tacharía en mi calendario. Me agobié cuando te soltaste la melena. Un suspiro en blanco. Una corriente de aire caliente. Ese aroma.
Aún eras una niña, casi no te reconozco en mis recuerdos. Aunque no rezumabas inocencia como las otras chicas de veinte suelen hacer, tenías la piel tersa y tatuado el optimismo en tu sonrisa. Tenías los labios algo más apetitosos, y el cuerpo un poco más curvado. A veces me pregunto si tu vida se desnutrió por mi culpa.
Llevabas una chapa de los Rolling en el bolso y un vestido negro que dejaba poco a la imaginación. Una flor de loto bien abierta dibujada de forma permanente en tu hombro izquierdo, mi preferido, y un tintineo de llaves que marcaba el ritmo de tus pasos. El piercing de tu labio aún estaba en su sitio y tu pelo era por aquel entonces el más largo que había visto. Cómo hemos cambiado. Aunque tus ojos siguen verdes, tu cuerpo sigue hermoso y esa delicadeza en tus movimientos sigue intacta.
Cuando te vi bajando las escaleras del metro, no me lo pensé dos veces. Te seguí. Corrí detrás de ti como si me fuera la vida en ello. Como un león famélico tras una manada de apetitosos ciervos. Y esa fue la primera vez que me miraste a los ojos. No sabría describir si lo que vi en ellos era miedo, curiosidad o una especie de morbo por tu recién descubierto acosador. Me negué a mí mismo que algo podría salir bien si te pedía salir. Me di la vuelta sonrojado e intenté no mirar atrás. Tu mirada seguía clavada en mi nuca como si siempre hubiera estado allí. De hecho creo que aun tengo la marca de tus ojos sobre mí.
Pusiste tu mano ya sin cigarrillo sobre mi hombro, y me regalaste una sonrisa. Confié en el resplandor de tus dientes y en tus hoyuelos casi inapreciables. No tenía ni idea de todo el daño que podías llegar a hacer. No tenía ni idea de que ese ángel que me había deslumbrado se convertía en mi más terrorífica pesadilla al anochecer. Cada sonrisa tuya esconde algo, pero esa no, esa no escondía ni uno de todos los secretos que te guardas.
Días, meses, no lo sé. Pasó un tiempo hasta que nos volvimos a ver.
Nos hicimos amigos. Inocente de mí.
Fueron años de amarte, o más bien años en los que te dejaste amar. Fuiste Eres lo mejor de mi vida y mi más marcada debilidad. Te vi crecer, me enseñaste a llorar.
No sé si fui yo o si fuiste tú, pero algo nos transformó. Nos desvió. Amor/odio creo que lo llaman.
Fuiste mi sol y mi luna hasta que desapareciste.
Pero ya no tengo escapatoria, conozco cada lunar de tu piel. No puedo olvidar tus andares y mucho menos tu forma de ser. Fuiste demasiado para mí como para dejarte ir de mis recuerdos, como para borrarte de mi vida.
Ahora dejo mi corazón en la sección de objetos perdidos de cada bar.
Recorro cada metro de la ciudad desdibujando con mi mirada cada parada para ver si estás.
Flirteo con mujeres al azar, para poner celosa a esa tú de mi cabeza que nunca se marchará. Un polvo, unos besos, y lo dejo estar.
Para que veas lo que te echo de menos, fumo la misma marca de cigarrillos que tú solías fumar. Y ya sabes cuánto lo odio.
Y ya sabes cuánto te odio.