Vomita.
Expira.
Ahoga.
No sientas, no sientas, no sientas.
Mira.
Ahora siente.
No pienses.
Llora.
Sangra.
...
El aire viciado de soledad te llena los pulmones. Es el último cigarrillo. ¿Y para qué? Es el último minuto. Miras por la ventana, todos parecen tan ausentes. Individuos que pasean sujetados por sus paraguas, evitándose unos a otros. Tratando de no mirar.
Pero tú ves demasiado. Has visto hasta hartarte. Hasta querer arrancarte los ojos. Hasta querer ser como ellos. Y no, eso nunca. Maltratas a tu cuerpo, maltratas a tu mente, pero no te culpas por no saber ignorar. Tus piernas, inquietas, buscan una nueva posición. Empiezas a temblar. No lo terminas de entender, pues no tienes miedo. ¿Entonces por qué? La tensión arterial, supones. Cosas biológicas. Algo normal, supones. La sangre empieza a mojar tus pies. Está caliente, piensas. ¿Y para qué? Tus ojos empiezan a no poder ver. La inestabilidad empieza a gobernar a tu alrededor. Y qué curioso, piensas, igual que siempre gobernó tu interior. Te levantas, te tambaleas. Mal, no debiste. No ha sido una buena idea. Te tropiezas con tu sombra. Te desvaneces. No te das cuenta, pero empiezas a llorar.
La sangre te baña, pero tu mente está relajada. En un estado de semiconsciencia, sientes la tranquilidad, no sientes el dolor. Sientes la felicidad, sientes que por fin, que por fin, al fin...
Tu sangre comienza a rodear el cigarro que tiraste antes de caer. Como si lo evitara. Como si le diera otra oportunidad. Pero se acerca. Lo cubre, lo consume. Se apaga. Y te apagas. Desaparece. Desapareces. No existe. No existes. No hay humo, no hay nada, no hay alma, no hay brillo, ni sombra. Ni tú.