Fue por un instante. Tu piel y la mía. Fueron las galaxias, huracanes y terremotos universales. Fueron tus venas, fue mi cobardía. Fue el tenerte, no querer perderte y los parpadeos que te perdías. Fue el mar, ¿sabes? También fui yo. Fue todo lo que rodea a este amargo par de dos. Soledad, lo llaman, yo no creo en la distancia. Ya no creo en los kilómetros. No creo en las caricias perdidas. Ni en mi perdida fe. Fueron los minutos apagados junto a las colillas de tus cigarros, y los ojos empedrados de lágrimas que nunca bajaron. Del cielo, de tus estrellas, de tus mundos inventados y tus vidas paralelas. Fueron las casas vacías que llenamos de fantasías, el cubo lleno de hielo que siempre se nos derretía. Fue, y es, tan sin ser. Fuimos lluvia en nuestra magullada piel.
He sentido más de cien veces tu mano sobre mi pecho notando mis latidos, mientras duermo, mientras sueño, y era todo mentira. No hay lugar para esto. No existe espacio que lo pueda albergar, y es que somos explosiones destinadas a no terminar. Derrocaste mi ausencia, con la menos armónica de las visiones de la vida, y yo no puedo deshacerme de los lastres que suponen tus manos vacías.
Ya no me acuerdo del olor de tus gemidos, del ruido de tu corazón contra el mío, del dolor de cuando te separas de mi pecho y el alivio de cuando vuelves. Del sudor de cada sonrisa clavada a fuego en nuestros rostros.
¿Y es que no lo ves?
¿Y es que no notas cuando me abrazas que mi alma pincha?
Ah no, que no. Que ya.